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L a P e d r @ d a

LITERATURA, DIÁSPORA Y ESPACIO NATURAL: UNA EFEMÉRIDES

La literatura no es un río ni una mina de carbón, algo que no pueda desplazarse más allá de las fronteras insulares. Dondequiera que haya un escritor cubano que se sienta cubano y escriba en la lengua de los cubanos, habrá literatura cubana.

Ambrosio Fornet La Habana

Soy de los que creen que Cuba es el espacio natural de la literatura cubana de la diáspora. Por Cuba entiendo no solo un territorio físico, sino también una comunidad de lectores ligada a él y una tradición literaria que se remonta al Espejo de paciencia, en el siglo XVII. Pero la literatura no es un río ni una mina de carbón, algo que no pueda desplazarse más allá de las fronteras insulares. Dondequiera que haya un escritor cubano que se sienta cubano y escriba en la lengua de los cubanos, habrá literatura cubana. Sobran los ejemplos, desde Heredia hasta nuestros días. De modo que quienes piensen como yo, tienen que encarar un doble desafío: teórico, de un lado (qué entienden por literatura cubana), y práctico, del otro: qué deben hacer para que los escritores cubanos de la diáspora puedan integrarse a esa comunidad cultural que es también la suya (o viceversa, para que dicha comunidad pueda recuperar ese capital simbólico que es suyo también).

No padezco de lo que pudiéramos llamar el síndrome de las efemérides pero no puedo dejar escapar la oportunidad que me brindan para recordar que en estos días se cumplen diez años de la publicación del primer dossier de La Gaceta de Cuba dedicado a los escritores de la diáspora no conocidos en Cuba. Fue justamente en el número de septiembre-octubre de 1993. Ese, y los cuatro dossiers que le siguieron en un lapso de cinco años, abarcaron —aunque de manera esquemática— la crítica y el ensayo, la narrativa, la poesía y el tema ineludible y polémico de la identidad. Los textos fueron recogidos parcialmente en el volumen Memorias recobradas (2000). En la presentación del primer dossier se decía que la obra de aquellos autores merecía ser conocida entre nosotros porque formaba parte «de un gran movimiento que desde el pasado siglo intenta definir los conflictos ideológicos y la fisonomía espiritual de la nación a través de su literatura». Y se afirmaba, además, que las discrepancias de fondo o de enfoque no debían «impedirnos continuar esa exploración siempre renovada de la conciencia nacional y de los mitos insulares con la íntima convicción de que se trata de una empresa inexorablemente colectiva, a la que todos nuestros intelectuales y artistas pueden contribuir por igual, tanto dentro como fuera de Cuba».

Ha llovido mucho desde entonces, pero los argumentos mantienen su vigencia. Y hemos recorrido un largo trecho, en lo que concierne a la práctica. Ya no se trata solo de reimprimir a los clásicos fallecidos en el exilio (Mañach, Lydia Cabrera, Novás Calvo, Montenegro, Baquero...), sino también de publicar a los contemporáneos y de favorecer las antologías «conjuntas», en las que autores y autoras de las dos orillas (si se me permite esa socorrida metáfora fluvial) se integran en un solo corpus, sin distinciones políticas o geográficas. Creo que fueron Mirta Yánez y Marilyn Bobes las que abrieron el camino con Estatuas de sal (1996), un volumen dedicado a las narradoras, y luego Jorge Luis Arcos con Las palabras son islas (1999), un amplio panorama de la poesía cubana del siglo pasado. Ambos vinieron a ser los antecedentes inmediatos de los tres volúmenes publicados en el 2002 por el Fondo de Cultura Económica, de México, en los que ya no solo los escritores antologados, sino los propios antologadores, formando dúos, son de ambas orillas.

Es mucho —como suele decirse— lo que falta por hacer, pero lo cierto es que ya nuestros lectores pueden leer, además de los clásicos citados, excelentes antologías de la poesía de José Kozer (No buscan reflejarse, de Arcos), así como de los cuentistas cubanos de la diáspora (Isla tan dulce y otras historias, de Carlos Espinosa Domínguez) y las novelas La isla del cundeamor, de René Vázquez Díaz, Hagiografía de Narcisa la Bella, de Mireya Robles, y Como un mensajero tuyo, de Mayra Montero. Cada vez con mayor frecuencia se encuentran textos sobre escritores y artistas de la diáspora en nuestras revistas culturales y en otras publicaciones, como Correo de la Emigración, por ejemplo, que tiene una sección permanente dedicada a ellos. El tema de la emigración en el cine y la literatura viene siendo estudiado desde hace tiempo. Y ahora es posible, además, asistir a exposiciones de homenaje como la que la Biblioteca Nacional le dedicó a Labrador Ruiz el año pasado, con motivo del centenario de su nacimiento... Hace unos días, por cierto, un grupo de investigadores se reunió en el Instituto de Literatura y Lingüística para rendirle homenaje, por el mismo motivo, a Lino Novás Calvo. En fin, ya se realizan aquí tesis de licenciatura y cursos de postrado sobre escritores de la diáspora... Si el ritmo se mantiene, nuestro medio acabará convirtiéndose para ellos —o al menos, para aquellos que lo deseen, que no son todos— en lo que debe ser, su espacio natural.

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